A LAS MANOS QUE NOS MECIERON

Texto: Emma Romero Celda

Somos hijas, nietas, bisnietas… de un Pueblo Viejo enraizado en sus madres tierra. Madres con rebosantes manos de amor que plantaron, cultivaron y trasplantaron vidas. 

Marines, pueblo de lazos tejidos durante siglos de entrelazadas manos femeninas, avanza en un tiempo incierto, con la necesidad de reparar, volver y reencontrarse. Reencontrarse y reencontrarlas a ellas, en sus relatos silenciados. 

Mujeres sigilosas, laboriosas y generosas. Inteligentes, fuertes y valientes; cuidaron y cuidan de nuestros pasos. 

Las que, como la tía Concha “la Chiquina”, asistieron a las parideras con su sabiduría, iniciaron una cadena humana de interdependencia, que trenzó todos los ámbitos de una existencia con un fuerte sentido de comunidad. 

Las que amamantaron y fueron madres nodrizas por pura generosidad, forjaron vínculos que trascendieron los propios lazos de sangre.

 Las que criaron y cuidaron: madres, hermanas, vecinas y amigas, conformaron una gran red de apoyo, solidaridad y calidez que personificó la tía Amalia, ofreciendo cobijo a la canalla arriba de su horno. 

Las que trabajaron en el hogar y sostenían la economía doméstica: lavar en el lavadero, en Rama, o en “L’ Azut” (azud); tender, cocinar, ir a la huerta, cargar leña, planchar, limpiar, remendar, coser, bordar, “hacer fascar”… una lista interminable de árduas tareas sin opción de procrastinar. 

Las que faenaron, también fuera, cogiendo olivas y “garrofas”: en la Masía del Espinar, en la Masía de la Torre, en el Mas de Moya o en la Masía de la Maymona. Allí mismo pernoctaban y pasaban entre ocho y quince días, delegando sus imprescindibles quehaceres domésticos en otras. 

Las que cantaron, bailaron, contaron historias y mimaron costumbres, transmitieron así el calor de una llama identitaria que hoy avivan las nuevas generaciones. 

Las que ayudaron a poner punto y final a tantas historias, dignificando la partida de quienes se marcharon del mundo y de los familiares que permanecieron en él. Aquella “mesica” de la tía Petra “la Carlicas” soportó pesos y pesares de vivos y muertos. Amortajaba a los difuntos con sumo cuidado y respeto, cargando con su “mesica” de camino al cementerio para reposar el féretro cuando las fuerzas de los hombres empezaban a flaquear. 

Las que fueron por las que somos, ahora con voz, podemos alzarla por ellas y nombrarlas. Las invisibilizadas que existieron y cimentaron las obras de ellos, colosales o minimalistas, pero visibles. 

Como en este fragmento de Tierra de Mujeres de María Sánchez, escritora del feminismo rural: …no se ve porque tardamos en aprender a mirar, en reposar la vista y el tacto en los márgenes, en caer en la cuenta de que tras los marquitos que cuelgan en las casas de nuestras abuelas y nuestras madres hay una belleza incómoda, un dolor, una historia, una genealogía latente, pendiente de que la rescatemos y la hagamos nuestra. Una genealogía a la que pertenecer y en la que reconocerse. 

Marines, trabajador y humilde, de baja cuna, recordará y honrará las curtidas manos de quienes las mecieron.



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